Hubo un tiempo en el que mi gran sueño era conducir. Cuando tenía diecisiete, estaba deseando que llegara mi próximo cumpleaños para poder sacarme el carnet. Y me pongo muy obsesiva cuando quiero algo, por desgracia. Lo que pasa es que el año de sacarse el carnet suele coincidir con el último curso de Bachillerato. Y hay que estudiar mucho, o eso dicen, para sacar buena media y aprobar la selectividad, que en mi caso se llamaba PAU. Entonces, aunque cumplí años en abril, tuve que esperar hasta el verano para poder apuntarme a la autoescuela. Esto ocurrió así, sin posibilidad de protesta, porque me lo dijo mi madre. Y las madres, si además ponen la pasta, siempre tienen la razón.
Total, que saqué matrícula de honor en el Bachillerato y mi premio me esperaba. Así que, desde que llegó julio, me fui a la autoescuela. En un par de semanas con la profe Susa, que era un sol, aprobé el teórico a la primera. Claro, la práctica ya era otra cosa. Y como soy un poquito torpe, pues mi madre me llevó a primero a aprender con su coche a una zona despoblada. Y yo venga a intentar soltar el embrague y el coche venga a calarse. “Prueba otra vez”. Y nada. Mi madre ya de los nervios. Así, un buen rato, hasta que por fin conseguí sacarlo y fui manejando a duras penas. No sé cuántos cigarros se fumó mi madre aquel día.
Luego empecé con las clases prácticas de la autoescuela. Y como era un poquito torpe, repito, pues venga a hacer prácticas. Me daba miedo, qué sé yo. Así que tuve que presentarme varias veces al examen. Me temblaba la pierna que era un gusto. Y con los nervios, pues todo peor. Al final a la tercera fue la vencida. Mi madre, la pobre, pagando prácticas que es un gusto. Y encima me presenté cuatro veces al examen. Porque cuando iba a la tercera, yo ya bien preparada y confiada (“Venga, que tú puedes. Esta es la tuya”) resultó que no podían examinarme. “Baje usted del coche señorita”. “Pero qué dice, este tío” pensé yo. “Tiene el DNI caducado y así no se puede examinar”. Dos días caducado. ¡Dos días! Para unas cosas tan lolailo y para otras, más papistas que el Papa. Y para más inri, como era diciembre y estaban las navidades de por medio, tuve que esperar hasta enero para volver a presentarme. Y ya por fin, coroné.
Pero lo peor de todo es que yo tenía coche desde el verano. Mi primo, que se iba a estudiar a la península, se lo vendió a mis padres antes de irse. Ya pueden imaginar la frustración suprema, teniendo aparcado un coche que no podía conducir. Era de tercera mano, porque había tenido un dueño anterior. Un Peugeot 106 de un rojo oscuro metalizado que brillaba cuando estaba recién lavadito. Era un 1100, y cuando subías la autopista o la cuesta de un Guachinche te cagabas en todo. Pero, de resto, era maravilloso.
Para poder encenderlo tenía un código de arranque que ninguno de sus dueños habremos podido olvidar, de tantas veces que tocaba marcarlo. Tres puertas, elevalunas eléctrico, dirección resistida. Había que pisar bien el freno, no como estos coches modernos. Y lo mejor eran los retrovisores, que no se podían abatir. Así que cada vez que aparcaba en una calle estrecha, como en el barrio del Toscal, aparecía algún retrovisor desmembrado, como una orejita triste. Y mira que cambié retrovisores, hasta que por fin conseguí unos abatibles. Tampoco se podía quitar la antena, y cuando lo metías en el autolavado tenías que pegarlo con cinta americana. A veces se te olvidaba ponerla, y por eso la antena estaba toda despeluchada. A veces se te olvidaba quitarlo y, si se derretía con el sol, te dejaba el techo hecho un asco. De todas formas, tampoco lo lavaba mucho. Eso sí, como en aquel entonces se fumaba dentro del coche, tenía un ambientador de chicle que olía de muerte y era un gusto entrar.
Pero lo mejor de todo, sin duda, era el radiocasete. Un radiocasete de cintas de antaño. Porque, señores, en ese entonces, nadie usaba ya cintas. Menos mal que compré un artilugio de última generación, que era una cinta con un cable que se empataba a un discman. (Para los más jóvenes: un discman era un reproductor de CD, supuestamente diseñado para caminar y llevártelo a todas partes). Pero estos reproductores tenían la desventaja de que, como te movieras mucho, el disco se salía y dejaba de escucharse. Pues claro, en un coche, era toda una odisea. A la amiga que iba de copiloto le tocaba la grandísima tarea de sostener el aparato entre sus manos. Pero, al mínimo bache, aquello saltaba. Así que había que ir con el discman como si fuera un tesoro sagrado o una ofrenda a los dioses. Eso si querías escuchar los temazos. Si no, siempre estaba la radio, que con la antena despeluchada no siempre iba bien.
Sin embargo, el coche iba como una puncha. Siempre se lo llevábamos a mi tío, que era mecánico, y lo dejaba como nuevo. Nunca nos dejó tirados, ni nos dio problema alguno en la ITV. También lo choqué una vez y me comí un par de veces las columnas del garaje, pero los chapistas hacían maravillas y siempre quedaba como nuevo. Después de mí, lo heredó mi hermano. Lo tuneó a su antojo y, cuando se fue a vivir a Inglaterra, lo tuvimos que vender con el dolor de nuestra alma. Nos dieron mil euros por él, y aún rula. Lo hemos visto por Santa Cruz.
En fin, que después de ese hemos tenido cada uno, dos coches más. Otro de segunda mano, y uno nuevo. Pero siempre nos acordamos con amor que nuestro primer auto, aquel Peugeot que podía con todo y apenas consumía combustible.
Escribo poesía. Enseño Lengua y Literatura española. Investigo el significado de las palabras y la obra de otras escritoras.
Ya no se hacen coches como los de antes.
Y que de temazos ! Y si saltaba y se volvía a repetir la canción … no nos importaba ! Que tiempo y recuerdos! Nuestros aliados… nuestros coches ( tu Peugeot y my twingo ) Un beso amiga